domingo, 4 de octubre de 2015

(Foto: Gentileza Mariano Coslovich)

La danza de los peces y yo

  
Algunas mañanas mi abuelito, en cuyo departamento vivíamos, volvía de su trabajo nocturno y en lugar de descansar me llevaba a la plaza San Martín. Íbamos caminando, seguramente, pero de eso no me acuerdo. Lo importante era llegar. Pisar las hojas secas. Y ver la fuente que en esa época estaba llena de unos peces de colores que a mí me parecían enormes. Tiene todavía un puente que la cruza haciendo un dibujo serpentino. Mi mayor placer era acostarme allí y ver cómo nadaban, desapareciendo por un lado y asomando por el otro.

El ruido dejaba de existir. Sólo escuchaba el canto del agua y mi propio cuerpo arrastrándose por el puente para seguirlos cuando cruzaban por debajo. Todo lo demás se borraba. Hasta mi abuelito, que me esperaba cerca y por lo tanto yo sabía que no había nada que temer.
Era solo la danza de los peces y yo. Hasta que en algún momento me paraba y corría a tomar su mano para volver.
A él la gente le temía porque era hosco y muy serio. Pero a mí me enseñó a ser feliz con ese simple rato de libertad. Lo recuerdo bien. Nunca me retó por la ropa o los zapatos sucios. Ni me apuró, ni me indicó qué hacer.


 Del Libro “Historias que me rescaten” © 2014 – Licy Miranda

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